La visión del otro


Quien diría que esa canción de Tony Almont me sería tan verdadera e importante ahora…
Por: Jose Gustavo Cruz Bonilla
Me recuerdo sentado haciendo un ensayo de ser humano y naturaleza a las 9:30 de noche, frente al ordenador, dándome cuenta que en dos semestres de estudiar medicina en INTEC (Instituto Tecnológico de Santo Domingo) yo todavía no había visto un cadáver ni un hueso humano, y quizás me tomaría más tiempo ver uno. Era el último trabajo que hacía mes antes de cambiar de universidad debido a varias razones, entre ellas económicas, personales y familiares que me llevaron a un punto donde no sabía qué hacer con mi vida. Me imaginaba que en Cuba sería genial estudiar. En ese momento era un sueño para cualquier estudiante estudiar fuera del país, aun y más en este mítico lugar, el que los hijos de padres revolucionarios dominicanos y hasta no revolucionarios nos inculcaron admirar por sus cambios sociales e hitos musicales y culturales, especialmente para una persona tan llena de ideología política y mediana formación intelectual, profesional y emocional.
Siempre se ha reconocido el talento de los médicos cubanos en el mundo, pero creo que nadie lo diviniza más que el dominicano. Recientemente leí que durante la época de Trujillo hubo un médico cubano que salvó a un dominicano que había perdido la tapa del cráneo con una plancha de zinc y este se la restituyó con un carapacho de tortuga (Guantánamo en Pedro Mir, Ernesto Pérez Shelton, 2009). No sé si será cierto o no, pero da a entender que en nuestra cultura además de las similitudes idiosincráticas y conductuales que nos unen como pueblos antillanos, nuestra cooperación y admiración en la formación profesional, hay un precedente histórico, e incluso hay otros ejemplos que datan de más atrás. En mi pre adolescencia usaba gorras del Che, camisas del Che e incluso T-shirts (pullover en buen cubano o remeras), sabía mucho de él pero no lo suficiente y había leído discursos de Fidel Castro que eran magnánimos para mí en esa época. Además tenía esa angustia de rebeldía al sistema que aún persiste pero con mayor conciencia y menor fanatismo.
El día que terminé de buscar mis papeles para la baja de la universidad, contesto el teléfono y es mi madre, quien me pregunta si estaría interesado en ir a estudiar a Cuba. Yo le dije: si tú crees que se puede, como si fuera algo distante y lejano.
Para realizar el examen se requería un promedio por encima de 90 puntos del bachillerato y ya. En la sala de espera de la secretaria de educación me encontré con varios muchachos, algunos vinieron conmigo, a otros no los volví a ver nunca. El examen consistía en unas preguntas de historia universal, español, y matemáticas (muy básicas) y una entrevista en la que te analizaban conductualmente. Luego me agruparon con los demás participantes de la prueba para leer los reglamentos de la escuela. Esto fue una experiencia risible, ya que parecía una escuela militar para mí. Muchos se asustaron en un país como Republica Dominicana, que no solo es un estado “democrático”, también del “tigueraje” y “hoy se bebe, mañana se averigua”; claro no son todos los valores que nos definen pero para unos muchachos criados en estos ambientes era demasiado fuerte. En ese momento pensé: con razón salen tan buenos, médicos y guardias; qué errado estaba.
Pasó una semana y no sabíamos nada, hasta que un lunes que ni veíamos venir nos avisaron por teléfono que recogiéramos papeles y maletas que nos íbamos el jueves. La alegría se transformó en desesperación y velocidad, pero lo logramos. Ese emotivo día en el aeropuerto en que todos nos despedimos de nuestras familias por primera vez para algunos, para muchos, para otros, era algo común de un viaje que empezaba y nos haría cambiar para siempre, para bien o para mal, quisiéramos o no.

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